Aún más cuentos o el vicio de la escritura

Se me cayeron las novelas


Durante mi infancia, mi padre desarrolló en nosotros la afición por los acertijos. A pesar de tal atracción hacia ellos, yo acostumbro eludirlos. La razón es que no puedo tomar un acertijo sin dedicar el tiempo que sea necesario para resolverlo. Tiempo que por supuesto debo substraer de mis otras actividades. Dejar un acertijo sin alcanzar su solución o ir al final del libro para leerla es para mí tanto como para un aficionado a los deportes, apagar el televisor antes de conocer el marcador final. Mi esposa me ha regalado varios libros de acertijos de lógica y de matemáticas creyendo que con ello halaga mi afición. Una mañana hace pocos días, después de uno de sus cursos de desarrollo personal, ella me lanzó el siguiente acertijo:

"Caminas", dijo, "con una taza llena de café en la mano cuando de pronto tropiezas con el tapete. A pesar de tus esfuerzos el tapete resulta manchado. El acertijo es ¿por qué cayó café sobre el tapete?"

"Porque no caminaba atento a mi entorno", respondí de inmediato. Ella hizo cara de estás-demasiado-lejos-de-la-solución. "Porque mi atención pasó de equilibrar la taza a evitar que me hiciera daño", enmendé mi respuesta.

"No," aseguró mi esposa, "la respuesta es: porque era café lo que contenía tu taza." Mi ceño se frunció con desaprobación. Respondí: "tu respuesta es trivial."

Guadalupe explicó: "cayó café de tu taza porque tu taza no contenía té, no contenía leche y no contenía agua; contenía café. Lo mismo sucede cuando en nuestra vida se presentan accidentes. Cuando ocurre un percance en la vía pública, un trance familiar, un desaguisado en el trabajo, una vicisitud cualquiera de la vida; cuando tropezamos con un tapete, emergen de nosotros los enojos, los pesimismos, las actitudes derrotistas, los pretextos, las injurias, las acusaciones, las faltas de compromiso o cualquier combinación de ellas. Surgen, porque es café lo que contiene nuestras tazas."

Recapacité sobre sus palabras, llegué hasta el siguiente recuerdo. Cuando escribía la novela Un mismo cuerpo, dedicaba a la tarea apenas el tiempo que permitían mis otras ocupaciones. Ser padre no es engendrar un niño; me disculpaba a mí mismo. Ser marido no es sólo aportar el gasto puntualmente al hogar. Ser administrador de proyectos informáticos implica atender a todos los detalles y cabos sueltos de la tarea para alcanzar los objetivos. Así que, a veces, a lo largo de toda una semana, dedicaba a la novela para desenmarañar las aportaciones de la inspiración apenas una hora. Tan poca dedicación a escribir resultó en que la primera novela me tomó siete años. Para el término de aquella mi primera obra larga, el proyecto se había convertido en una saga de cuatro novelas. Inicié la segunda novela, El cazador de rayos, con la esperanza de concluirla en la mitad del tiempo. Y entonces ocurrió mi accidente cardiovascular (tropecé con un tapete). Escribí las tres siguientes novelas en apenas cinco años. Se me cayeron las novelas porque mi cabeza estaba llena de ellas.


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